De Valladolid a San Sebastián: un cambio que mereció la pena

Me llamo Javier y, hasta hace unos años, vivía en Valladolid. Valladolid. Hasta que un día decidí cambiar mi ciudad por San Sebastián. Nací y crecí entre las llanuras castellanas, donde el frío corta la cara en invierno y el calor abrasa en verano. Esto lo explicaba bien mi adorado Miguel Delibes en sus escritos.

Allí estudié, allí trabajé durante un tiempo en una tienda de telefonía, y allí también aprendí lo difícil que era sacar la cabeza en una ciudad donde todo parecía estar ya repartido. Y es que es cierto que en Valladolid no es fácil triunfar, y a veces es una ciudad que no ha tenido tiempo de ver pasar el tiempo.

Os cuento, yo tenía casi treinta años cuando me di cuenta de que mi vida necesitaba un giro. Pero de los de 180 grados, no de los 360. No estaba mal, pero tampoco bien. Me levantaba, iba a trabajar para otros, cumplía mis horas, cobraba un sueldo justo y me iba a casa. Como diría una mítica canción de Los Porretas, “lo de siempre”.

Nada más. No había chispa, ni ilusión. La rutina era la que mandaba en mi vida. Fue entonces cuando surgió la idea de irme. ¿Dónde? No lo sabía al principio. Pero un viaje de fin de semana a San Sebastián encendió la mecha. Yo era aficionado de la Real Sociedad y creo que es lo que más me tiró

Un día en Donosti

Recuerdo caminar por la playa de la Concha con el viento marino golpeándome la cara. Vi la ciudad vibrante, los pintxos en las barras, la mezcla de modernidad y tradición. Pensé: “Aquí sí podría empezar de nuevo. Aquí me veo”.

Esa misma noche, de regreso al hostal, empecé a escribir en una libreta: qué sabía hacer, qué podía aportar. Y la respuesta fue clara: móviles, tecnología, atención al cliente. Así que si en Valladolid lo logré hacer, aquí mejor. Dicen que todos los artistas del teatro iban a Valladolid a estrenar su obra. Si, triunfaba allí, lo puede hacer en todos los sitios. Pues esto es algo así.

El plan no era fácil. Dejar Valladolid, mis padres, mis amigos, y lanzarme a una ciudad cara y competitiva. Pero cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que, si no lo intentaba, me pasaría el resto de mi vida arrepintiéndome.

Buscar un local

Lo primero fue buscar un local. Y ahí apareció la inmobiliaria que me cambió la vida. A través de Internet encontré una agencia en San Sebastián especializada en locales comerciales que se llamaba Areizaga.

Al principio dudé: ¿me atenderían en serio si yo estaba a 300 kilómetros? Pero llamé, expliqué mi proyecto y, para mi sorpresa, me recibieron con los brazos abiertos. Me enviaron fotos, vídeos, y hasta organizaron una videollamada en directo para enseñarme un espacio en el barrio de Gros. Era pequeño, pero bien situado, con mucho paso de gente y, lo más importante, con un alquiler que podía asumir.

Firmé el contrato con más nervios que certezas. Vendí el coche para juntar dinero, empaqué mis cosas en cajas y, con un colchón inflable y dos maletas, me planté en San Sebastián. Los primeros días fueron duros: soledad, miedo, la sensación de haberme metido en un lío. Pero cada vez que abría la persiana de mi pequeño local, el miedo se transformaba en fuerza.

Al principio apenas entraba gente. Tenía un rótulo sencillo: “Móviles Javier”. Reparaciones, accesorios, teléfonos de segunda mano. Con paciencia, fui ganando confianza. Atendía con una sonrisa, explicaba sin prisa, y siempre intentaba dar un poco más: limpiar la pantalla gratis, instalar una aplicación, recomendar con sinceridad. El boca a boca fue mi mejor publicidad.

Un día entró una mujer mayor con un móvil anticuado que no funcionaba. Se lo arreglé en diez minutos y no le quise cobrar. A la semana siguiente volvió con su nieto, que necesitaba un smartphone nuevo. Y así empezó una cadena que jamás hubiera imaginado. La gente me recomendaba en el barrio, luego en otros, y poco a poco empecé a ser “el chico de los móviles de Gros”.

Los años siguientes fueron una mezcla de esfuerzo y satisfacción. Invertí lo que ganaba en mejorar el local, amplié la gama de productos, contraté a un chico joven que me ayudaba en reparaciones. Me integré en la ciudad, descubrí el mar como un refugio y empecé a sentir que, al fin, había encontrado mi lugar. Y así fue.

 

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