De la fábrica a ser un gurú del marketing digital

Hay una canción de Estopa, mi grupo favorito, que es una gozada porque retrata muy bien mi vida. Se llama Pastillas de Freno y dice así: “pa pastillas de freno. A toda pastilla. Salpicaderos. Comienza mi pesadilla. Muy pocos ceros en mi nómina ilegal. Yo como firmé un contrato. No puedo parar, parar, parar, parar, parar, parar”.

La verdad es que lo clava todo. No puedo parar en la fábrica, cobro poco, pero como firme un contrato, pues no puedo irme a otro lado. Os cuento. Entraba cuando aún era de noche y salía cuando el sol ya comenzaba a esconderse.

Ante esto, mi cuerpo se acostumbró al esfuerzo, a los movimientos repetitivos, al cansancio que se acumulaba día tras día. La verdad es que ves cómo va consumiendo tu vida entre tornillos y máquinas. Pero lo que nunca cambia es esa sensación, casi invisible, de que el tiempo se me está escapando entre las manos.

Es cierto que recuerdo mis primeros años con ilusión. Me sentía orgulloso de tener un trabajo estable. Sobre todo porque mi padre me metió en la empresa y claro, él estaba con una carga que  yo no podía romper. Además, tenía 21 años y así ya manejaba dinero, que esto está muy bien para poder tener un coche propio pronto y poder ligar.

Días sin descanso

Pero con el paso de los años, la ilusión se fue escapando. Las jornadas de trabajo se me hacían más largas, las pausas más cortas y las conversaciones con los compañeros giraban siempre en torno a lo mismo: las horas extra, los turnos, los dolores musculares.

Yo, sin embargo, guardaba un secreto deseo. Desde joven me había fascinado el mundo del marketing y la comunicación digital. Leía muchos blogs, veía vídeos, tratando de entender cómo funcionaban las redes sociales. Lo que pasa es que nunca me atreví a dar el paso.

Todo cambió una mañana cualquiera. Mientras manipulaba una pieza pesada en la fábrica, sentí un dolor muy fuerte en la mano derecha. Intenté seguir currando, pero el dolor se volvió insoportable, de esos que no puedes ni agarrar el móvil.

Fui al médico de la empresa y, tras varias pruebas, me diagnosticaron una lesión tendinosa que requería reposo absoluto. Me dieron la baja, algo que no es habitual, así que ya podéis imaginar cómo estaba. Al principio lo tomé como un descanso, unos días para recuperarme y volver con más fuerza.

Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Y el dolor no se me iba.

El médico me recomendó usar una férula para inmovilizar la mano durante el proceso de recuperación. Me derivaron a una empresa llamada Cerema Rehabilitacion, especializada en la confección de férulas a medida.

Recuerdo perfectamente la primera cita. Me atendieron con una profesionalidad y cercanía que me sorprendieron. Me explicaron que las férulas de mano a medida que fabrican en Cerema se confeccionan al momento, directamente sobre la mano, lo que garantiza un ajuste perfecto y evita molestias.

Aquello me pareció casi un arte. No era una férula cualquiera; era mi férula, adaptada a mí, a mis movimientos, a mi anatomía. Supe entonces que había encontrado a mi mejor aliado para inmovilizar la mano sin renunciar a seguir activo dentro de mis posibilidades.

Durante aquellas semanas con la férula, pasé mucho tiempo en casa, leyendo, reflexionando y, sobre todo, conectando con aquello que siempre me había apasionado: el marketing digital. Empecé a hacer cursos online, a experimentar con redes sociales, a crear pequeños proyectos.

Cada día aprendía algo nuevo, y con cada aprendizaje me sentía más vivo. Fue entonces cuando me di cuenta de que no quería volver a la fábrica. No porque despreciara mi pasado, sino porque comprendí que ya no era mi lugar.

La decisión no fue fácil. Dejar un trabajo estable para emprender como autónomo en un sector tan competitivo daba vértigo. Pero también era una oportunidad. Con el dinero del finiquito y algunos ahorros que tenía de mi querido paso por la fábrica, pues decidí montar mi propia empresa de marketing digital. Primero me metí en el mundo de la gestión de redes sociales y creación de contenido para pequeños negocios locales. La verdad es que mola.

Los primeros meses fueron duros: pocas horas de sueño. Pero, a diferencia de mis años en la fábrica, cada día me levantaba con ilusión. Por fin estaba haciendo algo que me gustaba, yo creo que al fin era feliz.

A veces me preguntan si echo de menos la fábrica. La verdad es que no, os lo digo de corazón. Echo de menos a algunos compañeros, las risas del almuerzo, las historias compartidas. Pero no el ruido, ni la rutina, ni la sensación de estar viviendo en automático.

Ahora, cada día es diferente. Trabajo desde casa, o desde un café, o en la oficina que poco a poco he ido construyendo. Manejo mis horarios, elijo mis proyectos y, sobre todo, siento que mi trabajo tiene un propósito.

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